domingo, 14 de febrero de 2010

El hombre del saco ya no persigue niños

Los opositores son más y son más fáciles de asustar.

Hoy en día no vale la pena pelear para asustar a los niños. Ningún hombre del saco que sepa cómo son las cosas hoy en día se molestaría en intentarlo. Esos pequeños monstruitos ya no se asustan de nada, en parte por las películas y en parte por los videojuegos. Y no me refiero al Tetris y esas mariconadas abstractas, me refiero a los videojuegos de verdad, los que venden mucho, los que tienen bandas sonoras con negros raperos o mucho metal y se anuncian en la tele. Ya saben, esos que la sangre salpica el televisor hasta que casi no se ve lo que pasa y los intestinos se esparcen por el suelo como spaghetti. ¡Oh, sí, nena!

No, el hombre del saco no tiene nada que hacer ante esos niños. Puestos a asustar, y a asustar bien, le sale más rentable ir a por los opositores. Esos sí que tienen miedo. ¿Ha visto cómo se alteran cuando descubren una nota extraña en la web de la Consejería de Educación de nosequé comunidad autónoma? ¿Y cuando llaman seis veces a lo largo de la mañana y empiezan a sospechar que el funcionario que les debería atender -el funcionario del cual depende su futuro, su vida, su universo, y todo- está desayunando desde que entró hasta cinco minutos antes de salir?
Y es que estos opositores son sangre fácil para el hombre del saco porque viven con dos miedos metidos permanentemente en el cuerpo: el miedo a la oscuridad y el miedo al abandono. Como son adultos, esos dos miedos cogen formas más elaboradas porque, bueno, porque son adultos, pero en el fondo siguen siendo el miedo a la oscuridad y el miedo al abandono que todos, salvo la nueva generación de niños Playstation, hemos tenido. Y estos dos miedos son precisamente las mayores especializaciones de los hombres del saco, tanto los titulados como los autodidactas -estos últimos no pueden colegiarse y pagan cuotas más altas en el sindicato-.

El miedo a la oscuridad toma una forma abstracta o simbólica, en forma de pesadillas sobre el supuesto, más que probable, de suspender. Toda la situación alrededor del opositor es como una gran conspiración para maximizar este miedo. Sólo hay un examen cada varios años, muy pocas plazas y demasiados aspirantes -todos tan estresados como tú o más-, una materia de estudio desenfocada e infinita, que nadie sabe muy bien de qué se compone y que aburre hasta a las vacas. Y al final del tunel, si suspendes -que es lo más probable-, seguirás sin tener la menor idea de qué hacer con tu vida. Como antes de preparar la oposición, claro, con las dos pequeñas diferencias de que ahora eres uno, dos, tres o incluso cuatro años más viejo y de que a papá le queda algo menos de paciencia. Y como guinda de ese gran pedazo de pastel, después de tanto esfuerzo, tanto estrés y tanta incertidumbre, el premio de consolación si suspendes será absolutamente nada y algún que otro año -de los presuntamente mejores de tu vida- completamente perdido. Eso es lo que podríamos llamar “oscuridad”.
Y como todo viene de dos en dos, está además el miedo al abandono. Porque nadie te va a ayudar, nadie puede. Rara es la familia que entiende el lío en el que te has metido. Tu pareja, si no oposita, no puede entenderlo, y si oposita, bastante tiene con lo suyo. Y tus amigos, que tampoco entienden, hacen sangre cada vez que te ven con esa primera pregunta que les sale de la boca: “¿qué tal llevas la oposición?” (nota para lechones: la respuesta siempre es “mal”).
El examen será el día previsto a la hora prevista. Los opositores se presentan al examen habiendo intentado conseguir las mejores cartas para una única partida, pero todos saben en el fondo que cuando llegue la hora de la verdad, todo se reducirá a simple suerte. Suerte con las preguntas que salen del sorteo. Suerte con quien te corrige, a qué hora te corrige y antes y después de qué otros exámenes te corrige. Suerte con el tribunal que tendrás que enfrentar.
Podrías caerle bien.
Podrías caerle mal.
Si eso supone dos décimas de diferencia, podrían ser las dos décimas más importantes de tu vida, y las habrás ganado o perdido dependiendo de que a algunos tipos del tribunal les guste tu aspecto, tu voz o tu acento. De que haya más hombres que mujeres en el tribunal. De que haya más mujeres que hombres. De que te parezcas una barbaridad a su ex-mujer (zorra). O ex-marido (cabrón). O a su perro, que también puede ser.
Y estarás allí, triste opositor, como una botella a la deriva, con tu miedo a la oscuridad y tu miedo al abandono, y reteniendo líquidos desde hace una semana. Y el presidente del tribunal, un calvo cabrón con bigote, estará allí mirándote fijamente, con su traje y su corbata, dispuesto a hacerte picadillo, sonriendo todo el tiempo.
Porque ese hombre del saco, al contrario que otra mucha gente que ya no es joven y ha perdido su empleo, ha conseguido reciclarse con éxito y entrar de nuevo en el mercado laboral.

Los días de oposición, el hombre del saco no para de sonreir.

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